sábado, 26 de enero de 2008

El vuelo de la golondrina



Higuera de la Sierra, 1910.



En la serranía de Huelva, entre encinas y alcornoques, hay un pueblo que visto desde lejos parece una salpicadura de cal. El Creador, en un descuido, dejó caer la brocha con la que estaba blanqueando las paredes de sus infinitas moradas….

En este pueblo, hace muchos años, vivía María niña de cinco años. Su casa, antigua de gruesos muros, tenía un florido patio cubierto por el azul más luminoso que se ha visto jamás. Las campanillas de la enredadera se habían teñido de él.

La niña, delicada de salud, pasaba largas horas tendida en una hamaca bajo la palmera jugando con los rayos de sol que ésta filtraba; no se aburría, tenía imaginación y sabía leer. Conocía la historia de Margarita, que: bajo el cielo y sobre el mar fue a cortar la linda estrella que la hacía suspirar.

Ella se conformaba con lo que tenía: Un nido de golondrinas colgado del alero de la pared vecina... los abejorros que libaban en las campanillas... hormigas a las que ayudaba a llevar sus pesadas cargas... y un sosote gato rubio que ronroneaba a sus pies.

Un día la golondrina madre la llevó, por su rayo de sol preferido, a dar un paseo mientras cazaba en el aire insectos con los que alimentaba a sus crías.

Voló con ella al campanario de la iglesia y saludó a las cigüeñas. Disfrutó del aire puro que bañaba su cara.

Otro día su amiga la llevó más alto. Estuvo en las blancas nubes que la brisa movía. Muy emocionada quiso subir más arriba, mucho más, y quiso quedarse siempre allí; volvió al patio justamente cuando su madre la llamaba para comer. También visitó el hormiguero invitada por sus ocupantes. No lo pasó bien, no le hicieron mucho caso pues estaban todas las hormigas demasiado ocupadas, además había mucha oscuridad y le faltaba el aire.

María vivía feliz. A su alrededor reinaba la armonía, nunca pensó que esta paz pudiera ser turbada.

Una mañana, Don Manuel, padre de la niña, recibió un telegrama:

“Yo estoy bien. El colegio en llamas. Regreso.” Firmaba Manolo, hermano de María que estudiaba en Madrid.

Su madre, doña Rosario lloró, lloraron todos y también la niña aunque no sabía el motivo de tanto disgusto.

Hubo gran malestar en el país. Manolo volvió a casa donde había cierta inquietud. Algo ocurrió que cambió sensiblemente la vida para todos.

Llegó el fin del verano. Las golondrinas hacía tiempo que ya se habían marchado. Cayeron las hojas de la parra y de las enredaderas. Ya no había flores en el patio y el cielo se cubrió de negras nubes anunciando el invierno. En adelante todo sería distinto, pero aquellas Navidades fueron especiales. Muy especiales.

Los padres invitaron a toda la familia. Tíos y primos se reunieron en la casa. Don Manuel encargó una gran cesta con todo lo mejor en productos navideños. Cebaron un pavo que pesó siete quilos. La mesa del comedor lucía la mejor mantelería, vajilla y cristalería junto con los cubiertos de plata maciza que nunca se usaban y que María no conocía. Ella con sus primas, Pilar y María-Luisa, cenaron en una mesita de té, aparte.

Hubo brindis y lágrimas. Parecía una despedida.

Los días siguientes fueron extraños. Los papás hablaban bajito; sus semblantes reflejaban tristeza y preocupación. Las criadas se despidieron llorando.

Hubo mucho movimiento de muebles y la casa se fue quedando vacía. La Tita se llevó los muebles de la sala de estrado junto con las cortinas, también el secreter de abuela, libros, cuadros y cosas de valor para custodiarlas. Al final, llegaron unos hombres con un camión y se llevaron todo lo que quedaba.

Una mañana la niña despertó y ya no estaban sus padres, ni su hermana Encarna, ni sus primos Juan y Manolo. Habían marchado todos menos Manolo y Rosario, sus hermanos. Con mucha pena dejó a su gato “Yéye” con sus primas para que lo cuidaran. Los hermanos no dejaron a María que lo llevase con ellos.

Durante dos días viajaron los tres hermanos cruzando el país, para reunirse con el resto de la familia. El viaje en un tren que echaba mucho humo ilusionó a la niña que acunada con el traqueteo durmió toda la noche. Al despertar se encontró en un entorno montañoso con espesos bosques de pinos y otros árboles muy altos desconocidos para ella. Cuando el tren pasaba por los largos túneles, entraba por las rendijas de la ventanilla un denso humo cargado de carbonilla.

Primo Juan les esperaba en la estación.

A María le pareció todo raro y triste. No vio el cielo porque estaba cubierto de una niebla fría y sucia que la hacía toser. En el camino hacia su casa conoció la ciudad en que viviría en el futuro. Era gris con edificios altos. El resto de la familia los esperaba en la nueva casa, a la que se accedía después de subir muchos escalones. No tenía patio ni flores, ni se podía ver el cielo azul. A veces entraba por las ventanas un sol triste y mortecino.

La vida allí no podía ser feliz.

El curso escolar había comenzado y no pudo ir al colegio; el día se le hacía largo y aburrido. Desde su balcón veía jugar a los niños en la plaza y sin decírselo a nadie bajó las escaleras para unirse a ellos y poder saltar a la comba, o dar vueltas jugando al corro de la patata...Como era forastera aquellos niños no la miraban bien, ni siquiera le hablaban, aunque ella hizo lo posible para comunicarse con ellos. Le parecieron antipáticos y sucios impregnados del hollín del ambiente.

A la niña no le fue fácil adaptarse a la nueva vida. Añoraba lo que había dejado.

Se sentía tan triste que muchas veces se le saltaron las lágrimas; se consolaba hablando a un retrato de sus primas (sus amigas más queridas ) que estaba colgado en la pared de su dormitorio.

Pasadas algunas semanas se dio cuenta de que allí no todo era negativo. Cerca de su casa había un Cine; existían más cines en la ciudad, y buenas pastelerías. En su pueblo no había nada de esto. Allí los dulces eran caseros y el cine era mudo. Solo se veía en las fiestas y lo proyectaban en la plaza de toros.

Los domingos, con sus padres, merendaba chocolate con churros o pasteles y después veían casi siempre una película. Esto era una novedad muy grata. A sus padres no les impresionó, pues iban con frecuencia a Sevilla y estas cosas no eran nuevas para ellos. María conoció bien a las estrellas de entonces. Veía todas las películas de “Shirley Temple”, de “ Freddy Bartolomé”, del “Gordo y el Flaco”... y de todos los famosos de aquellos tiempos.

Pasaron los días de invierno. Llovió mucho y la atmósfera se limpió de la niebla sucia y espesa que no la dejaba ver el sol y que ahora brillaba esplendoroso. El campo, de un verde intenso, estaba surcado por un bonito y transparente río (en aquellos tiempos no contaminados).

El alma de María estaba alegre. Más aun lo estuvo cuando oyó las notas de una canción que las niñas de la escuela próxima a su casa, solían cantar allá en su pueblo. Sin pensarlo dos veces, corrió escaleras abajo siguiendo el rastro de la canción. Llegó a una serrería cercana, subió por unas oscuras y malolientes escaleras que la llevó al piso donde se escuchaba la canción con más claridad. Empujó una puerta y entró en el local donde estaban los niños cantando. La tonada era la misma, pero no la letra. No entendía lo que decían. Los niños y también la profesora, muy malhumorados, le indicaron la puerta diciendo algo que ella no entendió. Después, dijeron en castellano, ¡Vete de aquí “maqueta”! Se le rompió el corazón al verse despreciada; no probó más a tener amigos que la rechazaran. Se habituó a estar siempre con sus padres que le prohibieron salir de casa sola.

En verano su madre la llevaba, en el tren eléctrico de cercanías, a una ciudad próxima muy bonita y luminosa que tenia una playa en la preciosa bahía, custodiada por dos boscosos montes situados en ambos extremos. Completaba la belleza de este entorno, una isla en el centro, equidistante de ambos montes. La isla de Santa Clara.

La primera vez que María visitó la ciudad de San Sebastián, en el mismo instante en que bajó del tren y dio unos pasos por aquellas calles, se saturó del aire puro que llenó sus pulmones y ensanchó su espíritu. Con los baños de mar y sol, mejoró notablemente su salud. Tuvo apetito y dejó de ser niña enfermiza. A ello contribuyó la Glefina y el odioso aceite de Hígado de bacalao.

Llegó el nuevo curso y por fin pudo ir al colegio donde hizo buenas amigas. Conchy, fue entonces la más querida por su bondad y agrado.

La familia mejoró su situación económica. Aquel año fue el descorcho de los alcornoques de Juan-Diego, la finca que doña Rosario tenía en la sierra de Higuera, por el cuál su madre cobró una fortuna. Cambiaron la casa por otra moderna que ellos estrenaron. Por fin tenían un hogar digno, con habitaciones de grandes ventanales y una hermosa terraza que su madre se encargó de cubrir de flores. El monte estaba muy cercano y les daba la impresión de vivir en el campo a pesar de que la casa estaba situada en lo más céntrico de la ciudad. La niña amó a la preciosa tierra que la vio crecer.

María, muy viejecita ya, añoró el patio de su infancia. Sentada bajo la palmera se fundió con su cielo y su sol.

Imaginó que la golondrina la llevó a las blancas nubes movidas por la brisa. Soñó, ¿o fue real?, que subió muy alto, ¡altísimo! Sintió que su cuerpo era joven y no pesaba.

Podía andar y correr. Más arriba recordó toda su vida.

A lo lejos, en un azul radiante, la esperaban todos los seres que ella amaba.

Fin de la primera parte.

Hoyo de Manzanares diciembre de 1999

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